[Para mis errores de cobardía]



Estallidos de luz azul, viaje onírico
una estocada de hierro
cayendo perpendicularmente
despedazante, impoluta
atravesando un halo inexistente
y falseando en tu cabeza
en tu cara de gestos que nunca se entienden
en tus facciones ensangrentadas
golpe fatal y flagrante
a tu juventud misantrópica
(inintencional y bárbaro)
con furia animal espontánea
innecesariamente castigante,
llenándome la boca
de cristales sin gusto.

Y en cuanto me arrepiento
siempre fue tarde
–porque-
ya había despertado.
Y la desdicha, arrepentida
vislumbrada por el rabillo del ojo
antes de entrar en el punto ciego del nervio
tomaba forma de niño o fantasma
portando entre las manos
(ofrendando para mi horror)
tu sangre ya irrecuperable
siempre, también siempre
derramada sin razón.

Y a pesar de toda mi furia
tomo mis rodillas y grito
para que ningún sonido se atreva
a romper el sepulcro del silencio galáctico.

[Estación]



Me pongo de pie, violento
y enciendo la llamarada calcárea
ceniza de muerte (musgo)
se escurre entre mis dedos eternos.

Abrazo la colisión cósmica
en un ademán de impureza,
reptando sobre el río caliente
turbio, delirante, llano.

Me alzo sobre un peñasco
leguas de frío yacen inmanentes
y mirando en lejanía, convertido
la sombra de un pájaro níveo
acecha los páramos, sagaz.

Sus rastros salivales
descansan mórbida eutanasia,
su pecho inunda
un maremoto de llanto.

Quedándome quieto lo mido,
comprendo a secas la ruptura,
protejo la ira del naranjo
y de su escarcha bebo la hiel, eufórico.
Parte del reducto,
parte de la cima,
trepamos.

Tu miel proyecta, vívido caleidoscopio
dorados destellos infames
de dolor centrífugo,
relampagueante,
y como un hierro incandescente me doblo.

Brotan de mí aguas oscuras.

[Devasten]



Sólo concibo ser
el cuello de la tensión
de la boca de la mandíbula
de la claustrofobia
de los peces que
como víboras infalibles
derrochando cobre
fundido por los ojos,
mastiquen la bronca
del escupitajo frontal
de la sarna violenta
que embravecida impacte
en plena cara de la vidriera
exhibidora de maquetas corruptas.

Ni más ni menos
que unos cuantos
pasamontañas prendiendo
la sombra ignífuga
en el rostro de la sorna del cemento,
sintiéndose seguro y victorioso
tras la frágil presencia
de un cristal custodiado
por álgidos centinelas del código
del examen ribonucleico,
y a la vez ignorante
del ojo aterrado
de la cámara
cuyo cono de visión
vislumbra cadáveres
azules merodeados
por una prosesión de extraños.

Un abismo colectivo y claro
entre las torres derribadas,
desfilando con prisa
apocalípticamente
los profanadores, los apóstatas
de las luces y el destino
de la confusión generalizada
y el manto gris del
gimiente ocaso por
el deslumbramiento
de sagradas escrituras
halladas en una pared
demolida por la expansión
del humo, cuyo solitario
vocablo y proverbio
potencialmente más destructivo
que el colapso nuclear
es sólo basta.
Basta
Basta

Devasten.

[A cuatro kilómetros de las trincheras]



En cuanto al violento caleidoscopio de la razón desviada
caverna lúgubre en la que me encuentro
sorpresivamente morando,
sólo puedo comentar
que me veo a mí mismo
enterrado hasta las rodillas en el fango
en la maleza absorvente y llana del tiempo lineal
tironeando raíces, manoteando algo de lo cual aferrarme
sangre y tierra prohibitiva bajo las uñas, lastimando.

Y aunque a veces me puse de pie sin quitarme la suciedad
mirando alrededor para contemplar un paisaje devastado
inocuo, ascéptico, alcaloide
también así, en esas ocasiones
compareció ante mí la muerte escarlata
(Cárcel de los sentimientos,
cáncer de la libertad)
para arrastrar sobre mi cuerpo su marejada asesina.
Sólo la veo y me pregunto qué pasaría
si me parara una vez frente a ella
en lugar de emprender cobarde retirada.

En este instante me mira con ojos plutónicos
transparentes bocas dentadas en aluminio
y bajo mis ropas, pretérito,
desenfundo la estocada desposeída
inhalando humo, exhalando fuego
estallando mi furia incontenible entre sus sienes afiebradas de oro
y su destrucción lamentable.

Finalmente, ensangrentado y solitario me siento
agotado sediento ensimismado
sobre una pila de huesos calcinados
y antes de desmayarme lo único que cruza por mi mente,
es saber que nunca le tuve miedo a la muerte
pero ahora sí le temo, por desgracia.

Temo a tu muerte maldita.
Y a tu herida.

[Pañuelos negros]



Solsticio, profundo y caigo:

Sólo voy a decir
lo que he venido de incógnito
a descubrir como pertinente.

Ni tus miradas cooptantes
y aún menos tus palmas ensangrentadas
van a traerme, voraces
un solo vestigio violáceo
del fósil de la memoria.

Sólo he venido, repito
a decir lo que dadas las circunstancias
creo poco premeditado, y atroz:

Una sola lágrima de savia
en ese rostro mercúrico
acuchilla, deflecta y mata
aún más que el millar de patadas
de la incertidumbre

[Las palabras perdidas]



El otro día estuve a punto de abandonarte. No sabés, fue terrible. Por momentos estuve desconectado, descolocado, del mundo y de vos. No sé que fue lo que me pasó, un bloqueo, una centella que se interpuso entre mi nuca y los minutos, los segundos, las cuadras. Qué cerca estuve, a unos metros, qué digo metros, centímetros de ruta en mi cabeza. Pero no te imaginás, seguro que no te imaginás -incluso creo que ni siquiera debe importarte- pero por unos instantes casi te olvidé, tu presencia invisible y corrupta en el arco entre mis orejas fue una más, perdida en medio de múltiples imágenes. Tu silueta metamorfoseante –producto de muchas otras, de los relojes gastados- de pronto se desdibujó y se volvió menos familiar que de costumbre. Casi irreconocible.

No puedo especificar bien las razones, el desencadenante, el soluto que provocó esa reacción. Quizás fueron algunas palabras perdidas que trajo una nube de tormenta pasajera, palabras simples pero de gran desaliento. Quizás fueron las hojas muertas que quedaron guardadas en el baúl del otoño, quizás la humedad se abalanzó sobre mí con su capa de esponja, quizás un perro desganado que se arrastraba al resguardo de la sombra de la siesta. Quizás fue un pombero de la misma siesta, con su sombrero de paja, con una sonrisa maliciosa pero cómplice. O tal vez fue el olor a tierra mojada que sabe prevenirnos antes de la lluvia.

Pero debo tener cuidado, porque retornarte es costumbre. Y a las costumbres, como a los vicios y a los amores de septiembre, no se los lleva una ola cargada de sal. Ni siquiera el surtidor de una fuente en una plaza, ni siquiera el sol eterno del solsticio de verano. Y no sería extraño –incluso para vos, que ya es decir mucho- que algún día, entre mates bajo la frescura del sauce, el triste sauce del patio de la casa de la abuela; insisto, no sería extraño que de repente sienta el vientre lleno por la mitad, que me invada la insatisfacción, y que todo eso se deba a haberte dejado.

Tengo miedo, miedo de quedarme sin nada por arriesgar las últimas fichas, y llegar a casa temprano y con los bolsillos agujereados de llanto. Tengo miedo, sabés; vení, te hago un lugar en mi cama. Vení, cubrime con tu sábana de enero en el sur –aunque esté fría como vos-. Vení; cuidame, puta.

[Siempre asesinan]



He venido a darme cuenta, fugazmente de la
precariedad insoportablemente
tosca del contorno
filoso, de los dientes de los hechos
martillantemente hermosos
que persiguen, colisionan con los
surcos,
intersticios craneales,
muy dentro mío.

La muerte es asesina, lo sabemos, pero
qué hay del sol atronador de la tardanza
prehistórica bajo el alero. Su ropa es
asesina.
La eternidad corporal de la copa que
bebo de un camastro asesina. La finalidad
etérea surgiendo, mutante, del árbol muerto
de la infelicidad lastima, borra, y
en consecuencia asesina.

El lunes, martes
y jueves negro al fin asesinan, la torva amenaza
dulce de su pelaje miente, por crucifixión inane asesina;
la balaustrada imposible de alcanzar donde
se vislumbran cabelleras atractivas asesina, el rincón asesina,
el salto apresurado
entre las rocas esperando el tifón no
es cruel pero asesina,
las manchas hondísimas en el patio en la hamaca del
cuervo acechante, terrible, asesina;
el rictus amargo de tu boca a veces
desdichada, innecesario y
por ende también asesina,
la bronca, el llanto,
las palabras homicidas, todo asesina.

Los brazos larguísimos de
la sombra corrupta de tu ausencia,
no sólo también sino finalmente
y fútil
asesina, cuando asesina.
Concluyo en decir que al fin y al cabo,
son los espectros vulnerantes del olvido
quienes asesinan.
Siempre asesinan.