[Las palabras perdidas]



El otro día estuve a punto de abandonarte. No sabés, fue terrible. Por momentos estuve desconectado, descolocado, del mundo y de vos. No sé que fue lo que me pasó, un bloqueo, una centella que se interpuso entre mi nuca y los minutos, los segundos, las cuadras. Qué cerca estuve, a unos metros, qué digo metros, centímetros de ruta en mi cabeza. Pero no te imaginás, seguro que no te imaginás -incluso creo que ni siquiera debe importarte- pero por unos instantes casi te olvidé, tu presencia invisible y corrupta en el arco entre mis orejas fue una más, perdida en medio de múltiples imágenes. Tu silueta metamorfoseante –producto de muchas otras, de los relojes gastados- de pronto se desdibujó y se volvió menos familiar que de costumbre. Casi irreconocible.

No puedo especificar bien las razones, el desencadenante, el soluto que provocó esa reacción. Quizás fueron algunas palabras perdidas que trajo una nube de tormenta pasajera, palabras simples pero de gran desaliento. Quizás fueron las hojas muertas que quedaron guardadas en el baúl del otoño, quizás la humedad se abalanzó sobre mí con su capa de esponja, quizás un perro desganado que se arrastraba al resguardo de la sombra de la siesta. Quizás fue un pombero de la misma siesta, con su sombrero de paja, con una sonrisa maliciosa pero cómplice. O tal vez fue el olor a tierra mojada que sabe prevenirnos antes de la lluvia.

Pero debo tener cuidado, porque retornarte es costumbre. Y a las costumbres, como a los vicios y a los amores de septiembre, no se los lleva una ola cargada de sal. Ni siquiera el surtidor de una fuente en una plaza, ni siquiera el sol eterno del solsticio de verano. Y no sería extraño –incluso para vos, que ya es decir mucho- que algún día, entre mates bajo la frescura del sauce, el triste sauce del patio de la casa de la abuela; insisto, no sería extraño que de repente sienta el vientre lleno por la mitad, que me invada la insatisfacción, y que todo eso se deba a haberte dejado.

Tengo miedo, miedo de quedarme sin nada por arriesgar las últimas fichas, y llegar a casa temprano y con los bolsillos agujereados de llanto. Tengo miedo, sabés; vení, te hago un lugar en mi cama. Vení, cubrime con tu sábana de enero en el sur –aunque esté fría como vos-. Vení; cuidame, puta.

0 comentarios: